domingo, 3 de enero de 2016

LAS GALLETAS


     Walter llegó ese día pasadas las tres de la tarde y se sentó. Yo ya había empezado el mate. Uno de madera, contrastante con el equipito de plástico que el profe lleva todos los sábados. Le alcancé un verde y mi compañero sacó de su bolso una fuente de loza con tapa plástica. 
     -Acá están las que prometí- dijo.
     Las más ricas galletas caseras fueron puestas en la mesa. ¡Qué sabor a infancia! ¡Las de almendra son mis favoritas! Quedé anonadada con la sorpresa, tanto que, apenas Cristina y Norma se fueron sumando al encuentro, se las ofrecía con entusiasmo.
     -¡Probá, probá!- Les alcanzaba la fuente con una mate según el turno de la ronda.
     Luis no tardó en pedirnos que empecemos a desmenuzar los textos en busca de los errores y los aciertos. Eso somos, amigos de letras.La crítica constructiva entre amigos ayuda a crecer.
     Terminé de comerme la última galletita cuando ya comenzábamos a levantarnos. La clase terminaba y le habíamos dado duro y parejo. Dos termos de agua. La fuente quedó vacía. Walter prometió pasarme la receta más tarde. Nos saludamos en la puerta y cada cual partió pensando en la tarea.
     Desde ese momento no me he sentido muy bien. Quise ponerme a escribir pero los ojos se me nublan de a ratos y tengo estos mareos que me impiden atinarle acertadamente a las letras. Decidí dejar tranquilo el Word y entré a internet esperando despejarme. Por ahí es el cansancio.
El “Messenger” me avisó que la bandeja de correo tenía un par de mensajes. Hice click en el link y me sorprendió ver que eran de mi compañero .
     _ Miriam, no te lo quise decir al frente de todos pero, en realidad, yo no hice las galletas. Me encontré con Marisel a unas cuadras del C.P.C. Ella me pidió que le diga al profe que no podía ir. Me las dió y me dijo que eran para nosotros. A mi se me ocurrió en el camino decir que había sido yo el que las hizo. Creo que no las cocinó muy bien porque me siento algo descompuesto. Le pregunté que les puso y me dijo algo como: 1 taza de harina, ½ de azúcar, 1 de leche, 100g. de manteca y esencia de vainilla para darle perfume. Por favor no me mandés al frente con los demás. Un abrazo.
     “¿Esencia de vainilla?”, “¿Y el sabor a almendras?” pensé.
     Mis ojos quedaron fijos, en blanco, mirando la pantalla.
     Marisel, la integrante del grupo obsesionada con la muerte, nos había vuelto los personajes de una de sus macabras historias. Nos había envenenado con cianuro, a todos.

                                                                   Miriam Frontalini (C)

SIN MANOS

   Ayer lo vi en la plaza. Hace mucho no lo veía.
   Creo que cuando crecí las obligaciones nos distanciaron. Casarme, dejar el barrio, esas cosas que siempre te arrancan del lugar dónde naciste. Él, en cambio, sigue ahí. Y por algún motivo, como cuando éramos niños, continúa visitando la plaza.
   De chica solía mirarlo durante horas, más bien admirarlo. Lo que más me llamaba la atención era que él nació sin manos. Nunca le importó demasiado. Lo vi jugar, andar de acá para allá, hacer amigos. Lo vi hasta cantar como si en la vida las manos no importaran nada.
   Yo solía hacerme preguntas sobre cómo haría él para hacer lo que yo hacía. Las cosas simples para mi de seguro hubieran sido más que complicadas si me hubieran privado de mis dedos. ¿Cómo tomar la taza del desayuno? ¿Cómo buscar el cuello de una prenda para ponérmela por la cabeza en las mañanas? ¿Cómo atarme los cordones? No se… tantas situaciones se me ocurrían.
   Me sentía una inútil y me surgía esa especie de admiración y envidia. Él tenía, claramente, una fuerza de voluntad y de vida inigualables.
   Hoy, sé que construyó su casa él mismo. Ahora lo veo incluso, jugar con sus hijos. Me mira y le devuelvo la mejor sonrisa que tengo.
   Él nació sin manos, nunca le importaron, nunca las necesitó. Era quien era por ser diferente y dignificaba su vida así.
   No era humano. El destino quiso que fuera pájaro y le dio alas para volar.


                                         Miriam Frontalini (C)

LABERINTO

   Fiel al mito del Minotauro, construyó con el tiempo un laberinto mental sin salidas aparentes.
Se perdía recorriendo una y otra vez los pasadizos secretos de costumbres y flagelos autoimpuestos. Sus lágrimas empapaban el silencio maldiciendo una realidad tan confusa.
  Sin encontrar atajos ni trampillas terminaba siempre frente al femmeinsapiens que, entre gritos de furia descontrolada, la hacía desmayar.
   Un día, cansada de la humillación de saberse dueña pero sentirse forastera, emprendió el viaje con una pequeña diferencia: demolió cada muro hasta desangrarse el alma con el solo fin de enfrentar a su monstruo más temido. El forcejeo no duró mucho. Quedó encerrada en el espejo mientras el femmeinsapiens se adueñaba de su cuerpo.
   Afuera, el mundo que no busca más allá de las imágenes, la condenaba al laberinto de los chalecos blancos.


                                                   Miriam Frontalini (C)

JAQUE MATE

   -¿Te preguntaste alguna vez por qué, siendo la dama dueña de todos los movimientos, es el rey el objetivo del juego?-. Malena terminó su pregunta mientras hacía un enroque con las blancas. Del otro lado del tablero Martín la miraba en silencio. Movió el alfil y soltó un “te toca” algo ronco.
   -¡Epa! Corrés como nenita. ¿Te acordás Martín? Como nenita. Corrés, llorás, te escondés. Todo como nenita. Porque las mujeres hacemos todo mal ¿No?- Malena apretó un puño y arremetió con la dama. Levantó la ceja en señal desafiante. -¿y ahora?-.
   Un poco pálido y algo sudado él intentó contraatacar como modo de defenderse.
   -No te vas a librar de esta, Puta-
   -¿Puta? Puta, yegua, perra ¿qué más? ¿Qué otro nombre me vas a poner? Ahorrate las palabras que te van quedando pocos peones para manipular.-
   Las piezas iban cayendo una a una como las gotas de sangre. El juego que había empezado hace tiempo con un “te amo” se desenvolvió en el living cargado del terror que las paredes habían presenciado.
   Martín despertó mareado de una siesta narcoléptica. Malena tenía todo preparado, porque si algunos sirven la venganza en bandeja, ella la había dispuesto en un tablero de casillas blancas y negras. Una pieza, una puñalada.
   -Jaque mate- dijo sonriendo y el rey negro terminó su reinado de golpes y martirios.
Malena también sangraba, moriría luego, porque de este tipo de desamores nadie sale vivo.


                                                              Miriam Frontalini (C)

AMBICIÓN

    —Está muerto— dije, pálido al comprobar que no tenía pulso. 
    Medio minuto atrás la conversación había sido bastante animada en el vagón del tren que nos conducía a Londres. Ahora, totalmente desesperado, Stephen Baldwin corría hacia su entrañable amigo para comprobar por sus propios medios lo inevitable. Phillip había caído sin más sobre el regazo de Giselle y luego al piso, provocando que esta diera un grito aterrador. Inmediatamente, me ofrecí para llamar al oficial del tren, pero una mano me detuvo. 
   Usted no va a ningún lado— dijo Stephen y nos quedamos mirándonos por unos segundos hasta que el oficial apareció a motu proprio. Al parecer los gritos habían sido escuchados. Jalé mi brazo para soltarme y dejé lugar para que se viera el cadáver. 
   —¿Qué pasó aquí? ¿Qué es esto?- El oficial Thompson (así se presentó), comenzó a preguntar. La primera que contestó fue la dama.
    —No entiendo, él estaba hablando y luego, luego…- No pudo terminar, el llanto tomó el lugar de las palabras. 
    —Mi nombre es Stephen Baldwin. Soy amigo íntimo del señor y la señora Birdwhistle— dijo, mientras señalaba a Giselle y al muerto—. Vamos camino a Londres junto al señor Jhon Taylor, abogado de la familia. A claras señas el oficial no estaba acostumbrado a este tipo de situaciones. Inmediatamente salió prometiendo volver con un médico, dejando el vagón cerrado. Al regresar lo acompañaba un irlandés de clásico pelo rojizo, con  un maletín, que se arrodilló para revisar el cuerpo. Ella continuaba llorando mares, escondida entre los brazos de su amigo que, de espaldas, intentaba taparle la realidad para consolarla. Me acerqué al policía para comentarle que probablemente había sido un problema cardíaco, aunque no recordaba que Philip los tuviera.
    Creo que todos hubiésemos acordado con esa explicación de no ser porque, apenas comencé a charlar con Thompson, el doctor cayó fulminado sobre el cuerpo de mi cliente. El sonido nos hizo reaccionar a todos, pero fue Stephen el que corrió para dar vuelta al nuevo cadáver. La palabra homicidio había quedado flotando sobre la escena. El policía sacó de un empujón al hombre para revisarlo. Se paró, miró las ventanas cerradas del vagón, las puertas que él mismo había trabado, los techos y paredes sin signos de haber sido perpetrados de manera alguna. El tren estaba en marcha. El asesino solo podía ser uno de nosotros. Stephen comenzó a caminar nervioso de un lado para otro. Giselle había caído de rodillas y lloraba en silencio, tapándose la cara con las manos.
   —¿Quiénes son en realidad? ¡Van a hablar ya mismo!— vociferó el oficial —Usted primero—dijo, señalándome. 
   —No puedo decirle mucho más de lo evidente— respondí, confundido por la situación —El señor ya hizo las presentaciones y son ciertas— le extendí una de mis tarjetas. —Mis clientes acaban de contraer matrimonio y el señor Philip compró para su mujer una casa en las afueras de Londres. Hacia allá nos dirigíamos para ultimar detalles. No entiendo más que eso.— concluí.
   —Y usted, ¿qué tiene que ver en todo este asunto?— le preguntó a Baldwin, que no dejaba de caminar y refregarse las manos. Claramente la situación lo había puesto muy nervioso. 
    —Yo… Yo… Yo…— Baldwin balbuceaba mientras se acercaba con expresión desencajada —Yo solo… esto no…- No pudo terminar la frase porque cayó de repente, falto de vida, sobre el oficial.
   —¡Nooo! ¡Stephen!— gritó Giselle desde donde estaba, corriendo para tomar el cuerpo que se escurría entre los brazos de Thompson. Sin importarle nuestra presencia, comenzó a besar frenéticamente los labios de la nueva víctima hasta que, al parecer, el sufrimiento fue demasiado y se desmayó. El oficial no quiso correr más riesgos. Nos esposó a ambos en distintos lugares y así permanecimos hasta llegar a Londres. Varios policías entraron al vagón a buscarnos. Cuando ella reaccionó y vio semejante despliegue de uniformados, entendió que estaba perdida. Me miró con furia y, soltándose de los brazos de dos agentes que la llevaban, intentó golpearme. Nunca llegó a la estación de policía. En el camino cayó sin vida como los demás. 
   Dar mi testimonio fue un largo calvario. Encontraron que la señora Birdwhistle se había suicidado utilizando un dardo. Al parecer tenía otro en su bolso, y había dos más en los bolsillos del señor Baldwin. Reconocí los dardos de inmediato.
   —Tal vez intentó tirarme con eso cuando vino hacia mí— insinué, y presenté mi versión de los hechos: »Hace unos años fuimos con mi cliente a realizar tratados comerciales en Colombia. Allí llamó nuestra atención una costumbre de los pueblos originarios de la zona. Hay en sus selvas una extraña ranita de color amarillo-dorado a la que los indios Emberá estiran sobre el fuego para que exude una especie de veneno letal. Con ese veneno untan los dardos. Dicen que una rana tiene el poder suficiente para matar, en el acto, diez seres humanos. Mi cliente, un hombre de dinero, amante de lo raro, compró algunos. »No hace falta decir que el dinero puede mover las peores intenciones. El mismo agente Thompson vio cómo ella besaba al señor Baldwin. De seguro eran amantes y habían planeado matar a Phillip para heredar su fortuna. Pero cometieron el error de apresurarse y matar al doctor; luego al parecer ella se puso nerviosa y, temiendo que él la traicionara mientras nos interrogaban, cometió un nuevo crimen. A juzgar por cómo se dieron los hechos es obvio que, cuando uno lanzaba un dardo, el otro corría a sacarlo sin que nadie lo notara.»
   Mi perorata cerró el círculo de las dudas. El oficial del tren confirmó mis palabras, todo encajaba, había sido un crimen por ambición desmedida. Luego de tomar un café con Thompson y de acordar las cosas terribles que las parejas jóvenes hacen por el dinero, me dirigí a la casa que el señor Birdwhistle había comprado para su mujer y que ahora, al no tener herederos, quedaba bajo mi poder.    Lo primero que hice, luego de encender la chimenea del estudio, fue extraer de un dobladillo de mi sacón un extraño dardo, ya sin veneno, para guardarlo en la cajita de oro con forma de rana que el mismo Phillip me había regalado. Adentro quedaban solo dos y una nota irónica que rezaba: “Pero no mates a nadie, ¿eh?“. 

                                     Miriam Frontalini (C)