Creo que desde que el mundo es mundo existen los postres. Sé que algún Larousse ilustrado saldrá a corregirme pero, a mi me da igual. Existen hace mucho y punto. En particular, me gusta el flan con crema. Me parece que es un manjar digno de dioses. Una lo corta con el delicado filo de la cuchara y la lámina de oro cremoso cae, dejando ver lo esponjoso de su irresistible encanto. Definitivamente, es lo mejor que se puede hacer con los productos de gallina.
De hecho, la calidad de un flan se nota por su esponjosidad. Cuanto más esponjoso, más lo han batido. Yo por lo menos, pongo mucho énfasis en esto cuando los preparo. Como el día que Juan dijo "me voy a comprar unos puchos" y nunca volvió. Tomé el vols, ocho huevos y batí como si no hubiera un mañana. Esa fue mi primera caída.
La segunda sucedió cuando me enteré que, aparentemente, en la cola del kiosco había una tal Lucía. Para una adicta es difícil no recaer. Sin ir más lejos, qué mejor que cocinar un flan a baño maría, para descargar la frustración de no poder ahogarla a ella en agua casi hirviendo. El flan me ayudó, sin dudas, a ponerle azúcar al trago amargo que Juan y Lucía me habían servido.
Para cuando comenzaron a lloverme las deudas que mi marido me había dejado, yo batía huevos enchufada a dos veinte. Lo sé por la forma en la que se me paraban los pelos. Cota, el noticiero del barrio con disfraz de mujer, me confirmó al tiempo, que el cara de mármol hacía un par de años se dedicaba a tallarle estatuitas con su mismo rostro a la fulana. Fue ahí cuando la dosis de flan no fue suficiente y adicioné la crema.
Es importante para una adicta al flan tener dos cosas: Una vecina que agarre hasta wifi con sus ruleros, para que te mantenga conectada con el mundo exterior (ya que el flan te lleva a encerrarte en la cocina) y, por otro lado, crema de la buena, de la de leche. No vayan a ofender jamás a alguien como una con crema vegetal de las de cotillón.
Miles de veces me sorprendí a mi misma con la cuchara en la boca y la flanera vacía. Me sentía usada. No era para menos, le había dado los mejores años de mi vida a esa porquería. Para olvidarlo: flan por la mañana, flan por la tarde, flan por la noche, flan todo el día. ¿Cuánto tiempo se tarda en borrar los recuerdos de diez años de matrimonio? A él le bastó con un día en el kiosco. Yo llevo aún hasta hoy, cuatrocientos setenta flanes y ciento quince kilos. El colesterol por las nubes, casi a la altura en dónde termina el odio acumulado.
El día que llamó para pedir sus cosas casi me lo como. "Vení, si, todo bien" le dije. Lo recuerdo guardando su ropa y haciéndose el disimulado. Cuando el camión de la mudanza se llevo la mitad de mis pertenencias le dije: "¿Un flancito?" Mientras le servía el postre lo miré. El me observaba con algo de lástima y asco. Reconozco que estoy un poquito gordita pero, ¡cincuenta kilos de más no son para tanto!. Con bronca disimulada le pregunté ¿por qué? Él alcanzó a decir " A lo nuestro le faltaba sabor", antes de caer de jeta en el plato.
La tal Lucía nunca lo vino a reclamar. Cota me dijo que volvió a pararse en la cola del kiosco. A él lo saco después de cada almuerzo para que me vea comer. Yo se que sus ojos me miran igual que lo hubiera mirado yo el día que se fue. Está duro, seco, expectante. ¿Que si lo maté? No. ¿Que si lo embalsamé? No. El amor es demasiado dulce, hasta cuando uno es vengativo. No puedo dejar la adicción en la que caí por su culpa, pero si puedo ponerle sabor a lo nuestro. Simplemente, tomé lo que me hacía falta de mi mejor receta, multipliqué las cantidades por cien y lo encaramelé.
Miriam Frontalini.
De hecho, la calidad de un flan se nota por su esponjosidad. Cuanto más esponjoso, más lo han batido. Yo por lo menos, pongo mucho énfasis en esto cuando los preparo. Como el día que Juan dijo "me voy a comprar unos puchos" y nunca volvió. Tomé el vols, ocho huevos y batí como si no hubiera un mañana. Esa fue mi primera caída.
La segunda sucedió cuando me enteré que, aparentemente, en la cola del kiosco había una tal Lucía. Para una adicta es difícil no recaer. Sin ir más lejos, qué mejor que cocinar un flan a baño maría, para descargar la frustración de no poder ahogarla a ella en agua casi hirviendo. El flan me ayudó, sin dudas, a ponerle azúcar al trago amargo que Juan y Lucía me habían servido.
Para cuando comenzaron a lloverme las deudas que mi marido me había dejado, yo batía huevos enchufada a dos veinte. Lo sé por la forma en la que se me paraban los pelos. Cota, el noticiero del barrio con disfraz de mujer, me confirmó al tiempo, que el cara de mármol hacía un par de años se dedicaba a tallarle estatuitas con su mismo rostro a la fulana. Fue ahí cuando la dosis de flan no fue suficiente y adicioné la crema.
Es importante para una adicta al flan tener dos cosas: Una vecina que agarre hasta wifi con sus ruleros, para que te mantenga conectada con el mundo exterior (ya que el flan te lleva a encerrarte en la cocina) y, por otro lado, crema de la buena, de la de leche. No vayan a ofender jamás a alguien como una con crema vegetal de las de cotillón.
Miles de veces me sorprendí a mi misma con la cuchara en la boca y la flanera vacía. Me sentía usada. No era para menos, le había dado los mejores años de mi vida a esa porquería. Para olvidarlo: flan por la mañana, flan por la tarde, flan por la noche, flan todo el día. ¿Cuánto tiempo se tarda en borrar los recuerdos de diez años de matrimonio? A él le bastó con un día en el kiosco. Yo llevo aún hasta hoy, cuatrocientos setenta flanes y ciento quince kilos. El colesterol por las nubes, casi a la altura en dónde termina el odio acumulado.
El día que llamó para pedir sus cosas casi me lo como. "Vení, si, todo bien" le dije. Lo recuerdo guardando su ropa y haciéndose el disimulado. Cuando el camión de la mudanza se llevo la mitad de mis pertenencias le dije: "¿Un flancito?" Mientras le servía el postre lo miré. El me observaba con algo de lástima y asco. Reconozco que estoy un poquito gordita pero, ¡cincuenta kilos de más no son para tanto!. Con bronca disimulada le pregunté ¿por qué? Él alcanzó a decir " A lo nuestro le faltaba sabor", antes de caer de jeta en el plato.
La tal Lucía nunca lo vino a reclamar. Cota me dijo que volvió a pararse en la cola del kiosco. A él lo saco después de cada almuerzo para que me vea comer. Yo se que sus ojos me miran igual que lo hubiera mirado yo el día que se fue. Está duro, seco, expectante. ¿Que si lo maté? No. ¿Que si lo embalsamé? No. El amor es demasiado dulce, hasta cuando uno es vengativo. No puedo dejar la adicción en la que caí por su culpa, pero si puedo ponerle sabor a lo nuestro. Simplemente, tomé lo que me hacía falta de mi mejor receta, multipliqué las cantidades por cien y lo encaramelé.
Miriam Frontalini.
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