miércoles, 6 de julio de 2011

MIEDOS

Ella miró sus manos arrugadas y los ojos se le llenaron de lágrimas. Si alguien le hubiera preguntado cuando niña a qué le tenía miedo tal vez hubiera imaginado la existencia de un monstruo en el armario. Sonrió al haber sido tan ingenua pues los monstruos tienen rostros y saber quién es tu oponente ya te da una gran ventaja. Era difícil ahora reconocer un rostro.
A su edad comenzaba a olvidarse dónde ponía los lentes, dónde dejaba el documento, si había pagado los impuestos y, hasta a veces... hasta a veces se olvidaba de sus muertos.
Por un momento la palabra muerte le hizo recordar a su marido. La vida había sido dura desde su partida y cada vez con más frecuencia necesitaba pensar en él, aunque sus recuerdos ya no fueran tan precisos. Lo extrañaba y extrañarlo le había hecho perder el miedo más común; el miedo a la muerte.
Se tomó las manos que habían empezado a temblar. Fue como si una  abrazara a la otra, como cuando una se da un apretón de manos a si misma para intentar, en la calidez del contacto, buscar un consuelo. No había nadie más allí que la consolara, pero con el tiempo la soledad tampoco era parte de sus miedos.
Sus hijos habían ido volando del nido y sus trabajos y sus niños los tenían demasiado ocupados como para perder el tiempo escuchando a una vieja. Un hijo cambia la vida y ella lo sabía. Llevaba calado en los huesos el sacrificio diario y las lágrimas que una madre derrama para ayudarlos a crecer. “Siempre un hijo te cambia la vida” era la frase que  justificaba el que los suyos no tuvieran tiempo para ella.
La soledad el corazón duele, pero una se acostumbra. Los huesos y el corazón dolían pero la soledad ya no era un temor.
Se miró al espejo, acomodó sus canas con unas invisibles y se perdió en el pensamiento unos segundos. La vida había empezado a jugarle esas bromas a menudo. Se perdía en recuerdos fragmentados como si alguien eligiera al azar varias piezas de distintos rompecabezas de su pasado e intentara unirlas sin darse cuenta que nada encajaba.
Para los demás en esos momentos parecía ida. Cuando regresaba nadie sabía lo que se sentía haber saltado en la rayuela de la memoria y lo vergonzoso que era tener que preguntar que estaba haciendo antes de que su mente la secuestrara.
-¿Pedir ayuda me habrá transformado en un estorbo?- Pensó.
Dio un profundo suspiro y volvió a mirar sus manos arrugadas. Nunca hubiera pensado que después de todo lo sufrido, después de todo lo luchado, después de todo lo vivido, seguiría albergando miedos.
Caminó hacia afuera de su casa y se paró frente a la puerta de calle para observarla por última vez. Su hijo mayor tocaba la bocina del auto impaciente para llevarla a un asilo. Por su bien, según le habían dicho. Ella sentía su miedo más cerca y más frío.
Tenía miedo al olvido.

                                                          ©Miriam Frontalini.

1 comentario:

Germán Maretto dijo...

Me ha gustado. La sensación de mieito se transmite.