lunes, 25 de julio de 2011

ÓLEO DE MUJER


Comenzó a trazar los rasgos de su rostro moviendo suavemente el pincel sobre el lienzo. Es extraño como se nos pasan los años; sus manos temblorosas y grandes, a los 75, ya no eran lo que solían ser. En el atelier la luz del sol despuntaba anunciando el primer día del verano, el mismo sol del día en que se conocieron en un pueblito de Ancona, Italia.
Cuando joven sus ojos azules la habían amado. Añoraba cada detalle, cada sonrisa, cada mirada. Se había despertado con la urgencia de recuperarla. Trazó su frente altiva, orgullosa y un óleo rozado coloreó sus mejillas, esas que se ruborizaron cuando pudo robarle su primer beso. Sus ojos fueron el gran dilema. La recordaba dormida, recostada en aquella cama en donde la había hecho mujer y se había despedido de ella antes de cruzar el océano.
¿Cómo se hace para olvidar el primer amor?
¿Por qué será que siempre a los seres humanos nos come la duda vertiginosa de cómo hubieran sido las cosas si hubiésemos tenido el valor de tomar otras decisiones?
Y sumido en un remolino de preguntas mezclaba lágrimas con colores, amor, odio y pasiones.
Si bien era experto, un pintor de toda la vida, tardaba entonces en cada fragmento más que horas, sino días. Era su forma de pedirle perdón. Necesitaba hacerla tan perfectamente igual que ya no importaba el tiempo, la gente, la comida.
Tal vez fueron sus ojos, su mirada al principio indiferente lo que hizo que comenzara a hablar con ella. Le contó su viaje, su llegada, su trabajo, su matrimonio de años con una mujer que respetó y quiso, con la que hasta tuvo hijos. Le explicó que muchas veces se sintió enloquecer frente a ese mismo mar que lo vio llegar pero por el cual no se animaba a volver.
Comenzaba el otoño cuando por fin esbozó las primeras líneas de la boca. La gente lo creería loco, a partir de ese momento le pareció escuchar respuesta del otro lado del bastidor. Los rasgos de la doncella se habían empezado a armonizar, su mirada se había tornado curiosa y de repente se dio cuenta que sin haberlo paneado la dibujó sonriendo, mirándolo de frente.
No quiso que ella le contara su vida. No quería saber si fue de otro, si encontró salida, menos aún si lo había olvidado. La miraba y ella estaba ahí sonriendo como hasta con desenfado. Se enojó lleno de celos pensando esos labios en otros labios y le gritó a viva voz que él siempre la había amado. Ella, que siempre lo había esperado.
Se acercó hasta el cuadro y la abrazó. Sintió sus caricias, miró sus ojos, enjugó sus lágrimas, estrecho su cuerpo contra el pecho y tuvo ganas de amarla como el mismo día de la despedida. Se quitó el overol del tiempo y permitió que los óleos bañaran también su cuerpo. La amó como siempre debió amarla. Porque el amor es desbocado y valiente, porque el amor no se frena, no se apaga. Ella perdonó su viaje como si sólo fuera una travesura mal planeada y reconquistó el lugar en que aquella noche había sido suya en esa cama.
Una mañana de invierno, le llevaron el desayuno esperando que desistiera por fin, que comiera algo, que bajara del cuarto, que reaccionara. Encontraron el atelier vacio y sobre el caballete una pintura de una pareja de jóvenes desnudos, recién dormidos, en una cama de Ancona, Italia.
                                                                              Miriam Frontalini.

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