jueves, 8 de diciembre de 2011

TATUAJES


            Decidir tatuarse toma tiempo. A pesar de lo que muchos creen, no es un capricho. Los tatuajes son, en un momento y lugar, la marca exterior de aquello que la vida nos imprimió por dentro.
El primero suele ser símbolo de adolescente rebeldía; letras chinas en la espalda significan adhesión a un pensamiento; una rosa en el pecho da paso a la sensualidad; otras palabras permiten adueñarnos (aunque sea del nombre) de quién dejó huellas en nuestro camino.   Marcela jamás se había detenido a pensar en esto. Lo más probable es que su piel seguiría siendo inmaculada si su marido no la obligara a coleccionar tatuajes.
Esta suerte de dibujos amorfos no eran de tinta china, pero todos tenían algo que recordarle. La marca en su brazo, por ejemplo, era del día en que se olvidó de esperarlo con la cena lista. La de sus mejillas, cuando no pudo hacer callar a su bebé porque “era una mala madre”. La de sus piernas y muslos recordaban cada vez que él quería “hacerle el amor” a la fuerza. Hasta tenía tatuajes grabados al calor de las colillas de cigarrillos que le recordaban cada vez que alguien se había volteado a verla. Ella era la culpable, le decía, mientras la marcaba como al ganado.
            Cuando uno se tatúa lo hace por decisión propia. Marcela no tenía tatuajes elegidos pero sí justificados. “Es algo chiquito, ¿quién lo va a notar?”, “Si alguien lo ve, ¿qué puede decir?, ellos no saben nada, no lo entienden”. “Todos lo hacen aunque no lo digan. Además, él es así porque me ama”.
            Un día el dolor fue más fuerte. Desnuda, frente al espejo, pudo ver su cuerpo y leer sus tatuajes. La humillación, la impotencia, la desilusión y el enojo por el autoengaño la mortificaron más que cada golpe recibido. Fue el primer y único día que tomó la decisión de invertir los roles y cobrarse cada marca. Esa vez no hubo otra mejilla sino el golpe de un puño pequeño pero firme. Viendo que su mujer oponía resistencia, él había tomado un palo, ella un cuchillo. Un vecino denunció los gritos pero los policías, como siempre, llegaron tarde a la escena y la encontraron medio muerta sobre un charco de sangre. Se despertó días después en la sala de un hospital. Luego la prisión, la desesperación, la culpa. Él había muerto.
            La buena conducta y el argumento de la defensa propia la sacaron de la cárcel. Cuando volvió a su casa su familia abrió los ojos, los amigos se acordaron de la famosa promesa de siempre arrimar un hombro. Hasta creo que Dios de alguna forma apareció en el camino.
            Con el tiempo volvió a mirarse al espejo. Hasta que se dio cuenta. Él, emulando un macabro artista, había hincado la aguja más profundo de lo que pensaba.
            Desesperada, corrió deprisa, entró a una casa de tatuajes y se desnudó.
-          ¡Rápido!  - suplicó- necesito que escribas dentro de mí: “Violencia, nunca más”.
           

                                                                                                          Miriam Frontalini

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