sábado, 19 de noviembre de 2011

LA CITA

Despertó con esa alegría única que le proporcionaba saber que hoy se encontrarían. La extrañaba con desesperación. Comenzó a bañarse pensando en su cita con una sonrisa en los labios. Mientras lo hacía, cantó la canción que a ella le gustaba. Era una especie de letra cómplice que los unía. Como si Abel Aznar se hubiese inspirado en ellos para crearla.  

“…La quiero difícil como es,
con su mundo diferente.
Qué importa su mundo al revés,
sin que cambie fácilmente.
Tampoco lo que hablen de mi,
porque yo la quiero así.
Así, como es
rebelde y angelical.
¡Así, como es,
azúcar, pimienta y sal!”


Sonaba en el bar donde se conocieron y la habían adoptado. Ese día ella tenía el pelo suelto y pretendía ocultar su rostro tras la sección de deportes de un diario. Si no fuera por la curiosidad que despierta una mujer leyendo sobre fútbol no se hubiera percatado de que en realidad, estaba llorando. Si sus lágrimas no hubiesen rodado por sus mejillas tal vez, no hubiese tenido el valor de invitarla a tomar algo.
La amó desde el primer momento. No sólo le gustaba por fuera. Todo en ella lo atraía. Era como si Dios le hubiese jugado una broma creando para él, no la mujer que esperaba, sino la mujer que necesitaba a su lado. Ella era todo lo contrario. Era quién lo complementaba.
Eligió su traje negro. Le quedaba un poco apretado, pero el negro da una buena imagen. Lo cepilló antes de ponérselo. Elena era detallista y no quería que sus ojos azules se detuvieran en una pelusa. ¡Que hermosos ojos azules! Si los mirabas no necesitabas conocer el mar.
Se puso su corbata. Sólo había un par de suaves manos que sabían hacerle un nudo, las mismas responsables de desarmarlo, apenas lo terminaban. Ella tenía manos que parecían de niña. Sus dedos jugaban a desprender los botones de la camisa para retenerlo, cuando ya llegaba tarde a la oficina. Héctor sonrió nuevamente.
Tomó el peine para emparejar el corte que Don Tito le había hecho ayer y se puso el perfume que a ella más le gustaba. Salió pensando que no era justo caer tarde a su cita. Elena lo estaría esperando con esa morisqueta de impaciencia. Antes de llegar a destino pararía en la florería a comprar fresias para que no se enojara por la espera.
Caminó a su encuentro. Las manos le sudaban, el corazón latía deprisa. Cerró sus ojos para que no viera sus lágrimas. Con un nudo en la garganta y el sentimiento de felicidad al saberla cerca, sonrió de nuevo y se quedó parado, frente a una lápida, como esperando un beso.

                                                                                    Miriam Frontalini.

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