El rayo rompió la oscuridad desgarrando el cielo en dos partes y la
lluvia ya no pudo contenerse. Tanteando a contra brisa salté de la cama
apresurada por cerrar la ventana mientras, miles de gotas me golpeaban el
rostro y el resto se daba contra el vidrio. El trueno no se hizo esperar.
Sentí temblar todo y me abracé en un intento de autoconsuelo. Desde
chica las tormentas eléctricas siempre me dieron miedo. Quise prender la luz
pero es la misma historia, cuando llueve la casa se queda sin electricidad. La
oscuridad ahora parece más grande. Grande y peligrosa.
De pronto, un sonido obtiene toda mi atención haciéndome olvidar de la
tormenta. Escucho pasos, pasos en la escalera. El miedo me bloquea y sólo atino
a ponerme tras la puerta como un intento desesperado de impedir que cualquier
cosa entre.
Son tacos. Claramente se trata de una mujer. Sus pasos son regulares y
debe ser delgada pues no siento rechinar la madera bajo sus pies. Sube
despacio, tal vez intentando que no la escuche aunque es tarde para eso. Viene
por mí pero ¿Por qué? ¿Quién es? ¿Qué quiere? Las preguntas inundan mi mente.
Siento el sonido de sus pasos cada vez más fuerte, más a prisa, más cerca.
Mi escalera tiene veintiún escalones. Ya debe estar a mi puerta. Dios
sigue jugando a pintar líneas en el negro de la noche y yo intento tapar mis
oídos de ese sonido que me consume. La adrenalina sólo me deja emitir un grito
ahogado antes de desmayarme.
Despierto en el piso. Por la claridad en mi habitación noto que es de
día y la tormenta ha finalizado. Sólo hay silencio.
Rápidamente corro escaleras abajo mirando a la puerta de entrada como un
objetivo a alcanzar. Quiero escaparme. No importa más nada.
Sorpresivamente todo se sucede en una fracción de segundo. En el quinto
peldaño resbalo con un charco de agua helada y caigo hacia atrás. Antes de
que mi columna y mi nuca choquen contra el filo de los escalones puedo ver
sobre mi a la culpable de mis miedos. Maldita gotera.
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