Despierto a la vida y el sol parece jugar a hacerle
cosquillas a mis pestañas. Otro día sin vos pero conmigo.
No desayuno. ¿Para qué desayunar si no puedo ver tus
labios besar el café de a poquito? Entonces me abrigo con un saco, la bufanda,
la campera y otras capas de evasión. Salgo a boxear la calle. Me gusta hacer
las veces de árbitro pero asumo que soy la que recibe las trompadas.
El aire en la cara emula la sensación de movimiento, que
no es lo mismo que ser libre. La constante equivocación entre poder irse y
libertad actúa de droga, anulando los remordimientos, negando la realidad de
las esposas que nos ligan a la esclavitud heredada y elegida.
El trabajo se transforma en rutina y hace de cajita de
cristal no permitiendo entrar al cambio transgresor. Da temor lo que no se
conoce. Los años se van sumando en forma directamente proporcional al miedo que
siento.
Pinto la merienda con mermeladas de resignación. Un par
de horas más y cambio la celda. Una tiene papeles que escribo obligada, la otra
pude decorarla a mi antojo. Ninguna de las dos deja de ser una jaula en donde
molesta tu vacio. ¡Si estuvieras, si mi alma no te extrañara tanto!
La noche llega de sorpresa, sin sorprenderme. Las
lágrimas llegan de sorpresa, sin sorprenderme. Compenso la casa fría con una
sopa caliente y envuelvo con las manos el tazón, buscando el calor que mi alma
perdió el día que ya no pude verte. Debería dejarte ir. ¿Cómo puede una escapar
de lo que ya no la retiene? ¿Cómo puedo seguir respirando si el aire no está
viciado de tu aliento?
Cierro los ojos esperando sentir tus besos y me duermo
entre los brazos que ya no me abrazan. La cama tiene mucho espacio pero cada
vez me siento más pequeña. El sueño recurrente dejó de visitarme para que pueda
pensarte sin tabúes. Otro día llega a su fin. El mañana volverá para ver qué he
decidido y despertaré a la vida, con el sol haciéndome cosquillas en las
pestañas, sin vos pero conmigo.
© Miriam Frontalini.
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