Caminaba por su casa controlando todo por décima vez.
Pensó en que las ventanas estaban bien cerradas y que hoy era el día justo para
conocerla. Había estado chateando con ella desde hace exactamente un año. La
puerta trasera hizo el ruido característico de estar con llave cuando la tocó,
pero por si las dudas, la abrió nuevamente y la volvió a cerrar.
Claudia era todo lo que él quería. Su forma correcta de
escribir palabras completas, su adicción compartida a los palíndromos, el hecho
de saber que ambos regaban puntualmente las plantas a las diez. ¡Hasta su foto
denotaba una perfecta simetría!
La llave del gas cerrada fue el penúltimo detalle antes
de retirarse de la casa. Se miró el pelo engominado y el nudo de la corbata
haciendo equilibrio en el punto que mediaba su cuello. Cerró y empezó a
caminar.
La cita sería en un lugar neutral. Un bar al que ambos
frecuentaban, coincidentemente, por el espectáculo de elegir y ver moler el
café. A pesar de conocerse por fotos, habían acordado llevar una margarita al
encuentro. Él la tenía, como todo un caballero, en el ojal.
Continuó caminando hasta que, a una cuadra antes de
llegar, la idea que lo estaba torturando desde que puso un pie en la vereda, se
hizo incontrolable y se volvió sobre sus pasos a toda carrera.
En el tiempo que le tomó llegar a su puerta a comprobar
si la había cerrado y volver al lugar del encuentro, su pseudo novia
cibernética se había disuelto en la realidad, dejando por todo recuerdo una
margarita en la mesa.
Se acercó, la tomó delicadamente como lamentando su
suerte y sus manías e intentó llorar como hombre; sin lágrimas. De repente se
percató que la margarita abandonada contaba con diecisiete pétalos y no
dieciséis, como la que él llevaba. Levantó su vista y se miró, indignado, en la
ventana.
-No era para mí- fue todo lo que dijo, antes de volver a
su rutina diaria.
(c) Miriam Frontalini
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