jueves, 18 de abril de 2013

RESILIENCIA



Me gustaría escribir que cuando se fueron Dylan dio un portazo, pero esa casa no tenía puertas.
Era Agosto. Brenda tenía la nariz roja y los dedos entumecidos por el frío.
-¡Dale, metele pata!- Gritó desde el carro.
Su hermano buscaba en el basural mientras le rechinaban los dientes. Rápidamente, él metió algo entre el diario y el buzo, luego corrió a tomar las riendas de la potranca.

-Más vale que el pá no haiga vuelto, sino.
Llegaron para apurar un yerbiado antes de que su padre entrara, con la misma nariz colorada que Brenda, pero por el vino. Tomó a la nena por el brazo y, sin importarle sus ocho años, empezó a lamerle la cara. La mamá se la sacó de las manos y todo fue como siempre. Con un par de golpes la tiró al colchón en el suelo. En una covacha de cinco por cinco no había dónde esconderse, todos éramos testigos. La violó y quedó tendido. 
Dylan esperó los ronquidos. Miró a su mamá llorar en silencio. Sacó lo que había traído del basurero y lo puso entre las manos de la mujer. Un peluche algo sucio, con los mismos ojos tiernos que los de quien la miraban. Se había cansado de sentir miedo.
-Te amo- Le susurró antes de escaparse con su hermana.
Se perdieron en la noche buscando otras realidades. Nadie los volvió a ver, tampoco los buscaron.
Me gustaría escribir que cuando se fueron Dylan dio un portazo, pero esa casa no tenía puertas.

                                                           (c) Miriam Frontalini

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