—Está muerto— dije, pálido al comprobar que no tenía
pulso.
Medio minuto atrás la conversación había sido
bastante animada en el vagón del tren que nos conducía a
Londres. Ahora, totalmente desesperado, Stephen Baldwin
corría hacia su entrañable amigo para comprobar por sus
propios medios lo inevitable. Phillip había caído sin más
sobre el regazo de Giselle y luego al piso, provocando que
esta diera un grito aterrador. Inmediatamente, me ofrecí para
llamar al oficial del tren, pero una mano me detuvo.
Usted no va a ningún lado— dijo Stephen y nos
quedamos mirándonos por unos segundos hasta que el
oficial apareció a motu proprio. Al parecer los gritos habían
sido escuchados. Jalé mi brazo para soltarme y dejé lugar
para que se viera el cadáver.
—¿Qué pasó aquí? ¿Qué es esto?- El oficial Thompson (así se presentó), comenzó a
preguntar. La primera que contestó fue la dama.
—No entiendo, él estaba hablando y luego, luego…- No pudo terminar, el llanto tomó el lugar de las palabras.
—Mi nombre es Stephen Baldwin. Soy amigo íntimo
del señor y la señora Birdwhistle— dijo, mientras señalaba
a Giselle y al muerto—. Vamos camino a Londres junto al
señor Jhon Taylor, abogado de la familia.
A claras señas el oficial no estaba acostumbrado a este
tipo de situaciones. Inmediatamente salió prometiendo
volver con un médico, dejando el vagón cerrado. Al regresar
lo acompañaba un irlandés de clásico pelo rojizo, con un maletín, que se arrodilló para revisar el cuerpo. Ella
continuaba llorando mares, escondida entre los brazos de
su amigo que, de espaldas, intentaba taparle la realidad para
consolarla.
Me acerqué al policía para comentarle que probablemente
había sido un problema cardíaco, aunque no recordaba que
Philip los tuviera.
Creo que todos hubiésemos acordado con
esa explicación de no ser porque, apenas comencé a charlar
con Thompson, el doctor cayó fulminado sobre el cuerpo de
mi cliente. El sonido nos hizo reaccionar a todos, pero fue
Stephen el que corrió para dar vuelta al nuevo cadáver. La
palabra homicidio había quedado flotando sobre la escena.
El policía sacó de un empujón al hombre para revisarlo. Se
paró, miró las ventanas cerradas del vagón, las puertas que
él mismo había trabado, los techos y paredes sin signos de
haber sido perpetrados de manera alguna. El tren estaba en
marcha. El asesino solo podía ser uno de nosotros. Stephen
comenzó a caminar nervioso de un lado para otro. Giselle
había caído de rodillas y lloraba en silencio, tapándose la cara
con las manos.
—¿Quiénes son en realidad? ¡Van a hablar ya mismo!—
vociferó el oficial —Usted primero—dijo, señalándome.
—No puedo decirle mucho más de lo evidente—
respondí, confundido por la situación —El señor ya hizo
las presentaciones y son ciertas— le extendí una de mis
tarjetas. —Mis clientes acaban de contraer matrimonio y el
señor Philip compró para su mujer una casa en las afueras de
Londres. Hacia allá nos dirigíamos para ultimar detalles. No
entiendo más que eso.— concluí.
—Y usted, ¿qué tiene que ver en todo este asunto?— le
preguntó a Baldwin, que no dejaba de caminar y refregarse
las manos. Claramente la situación lo había puesto muy
nervioso.
—Yo… Yo… Yo…— Baldwin balbuceaba mientras se
acercaba con expresión desencajada —Yo solo… esto no…- No pudo terminar la frase porque cayó de repente, falto de
vida, sobre el oficial.
—¡Nooo! ¡Stephen!— gritó Giselle desde donde estaba,
corriendo para tomar el cuerpo que se escurría entre los
brazos de Thompson.
Sin importarle nuestra presencia, comenzó a besar
frenéticamente los labios de la nueva víctima hasta que, al
parecer, el sufrimiento fue demasiado y se desmayó.
El oficial no quiso correr más riesgos. Nos esposó a
ambos en distintos lugares y así permanecimos hasta llegar
a Londres. Varios policías entraron al vagón a buscarnos.
Cuando ella reaccionó y vio semejante despliegue de
uniformados, entendió que estaba perdida. Me miró con furia
y, soltándose de los brazos de dos agentes que la llevaban,
intentó golpearme. Nunca llegó a la estación de policía. En el
camino cayó sin vida como los demás.
Dar mi testimonio fue un largo calvario. Encontraron
que la señora Birdwhistle se había suicidado utilizando un
dardo. Al parecer tenía otro en su bolso, y había dos más en
los bolsillos del señor Baldwin.
Reconocí los dardos de inmediato.
—Tal vez intentó tirarme con eso cuando vino hacia mí— insinué, y presenté mi versión de los hechos:
»Hace unos años fuimos con mi cliente a realizar tratados
comerciales en Colombia. Allí llamó nuestra atención una
costumbre de los pueblos originarios de la zona. Hay en sus
selvas una extraña ranita de color amarillo-dorado a la que
los indios Emberá estiran sobre el fuego para que exude una
especie de veneno letal. Con ese veneno untan los dardos.
Dicen que una rana tiene el poder suficiente para matar, en el
acto, diez seres humanos. Mi cliente, un hombre de dinero,
amante de lo raro, compró algunos.
»No hace falta decir que el dinero puede mover las peores intenciones. El mismo agente Thompson vio cómo ella besaba
al señor Baldwin. De seguro eran amantes y habían planeado
matar a Phillip para heredar su fortuna. Pero cometieron el
error de apresurarse y matar al doctor; luego al parecer ella se
puso nerviosa y, temiendo que él la traicionara mientras nos
interrogaban, cometió un nuevo crimen. A juzgar por cómo
se dieron los hechos es obvio que, cuando uno lanzaba un
dardo, el otro corría a sacarlo sin que nadie lo notara.»
Mi perorata cerró el círculo de las dudas. El oficial del tren
confirmó mis palabras, todo encajaba, había sido un crimen
por ambición desmedida.
Luego de tomar un café con Thompson y de acordar las
cosas terribles que las parejas jóvenes hacen por el dinero,
me dirigí a la casa que el señor Birdwhistle había comprado
para su mujer y que ahora, al no tener herederos, quedaba
bajo mi poder. Lo primero que hice, luego de encender la chimenea del
estudio, fue extraer de un dobladillo de mi sacón un extraño
dardo, ya sin veneno, para guardarlo en la cajita de oro con
forma de rana que el mismo Phillip me había regalado.
Adentro quedaban solo dos y una nota irónica que rezaba:
“Pero no mates a nadie, ¿eh?“.
Miriam Frontalini (C)
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