domingo, 3 de enero de 2016

AMBICIÓN

    —Está muerto— dije, pálido al comprobar que no tenía pulso. 
    Medio minuto atrás la conversación había sido bastante animada en el vagón del tren que nos conducía a Londres. Ahora, totalmente desesperado, Stephen Baldwin corría hacia su entrañable amigo para comprobar por sus propios medios lo inevitable. Phillip había caído sin más sobre el regazo de Giselle y luego al piso, provocando que esta diera un grito aterrador. Inmediatamente, me ofrecí para llamar al oficial del tren, pero una mano me detuvo. 
   Usted no va a ningún lado— dijo Stephen y nos quedamos mirándonos por unos segundos hasta que el oficial apareció a motu proprio. Al parecer los gritos habían sido escuchados. Jalé mi brazo para soltarme y dejé lugar para que se viera el cadáver. 
   —¿Qué pasó aquí? ¿Qué es esto?- El oficial Thompson (así se presentó), comenzó a preguntar. La primera que contestó fue la dama.
    —No entiendo, él estaba hablando y luego, luego…- No pudo terminar, el llanto tomó el lugar de las palabras. 
    —Mi nombre es Stephen Baldwin. Soy amigo íntimo del señor y la señora Birdwhistle— dijo, mientras señalaba a Giselle y al muerto—. Vamos camino a Londres junto al señor Jhon Taylor, abogado de la familia. A claras señas el oficial no estaba acostumbrado a este tipo de situaciones. Inmediatamente salió prometiendo volver con un médico, dejando el vagón cerrado. Al regresar lo acompañaba un irlandés de clásico pelo rojizo, con  un maletín, que se arrodilló para revisar el cuerpo. Ella continuaba llorando mares, escondida entre los brazos de su amigo que, de espaldas, intentaba taparle la realidad para consolarla. Me acerqué al policía para comentarle que probablemente había sido un problema cardíaco, aunque no recordaba que Philip los tuviera.
    Creo que todos hubiésemos acordado con esa explicación de no ser porque, apenas comencé a charlar con Thompson, el doctor cayó fulminado sobre el cuerpo de mi cliente. El sonido nos hizo reaccionar a todos, pero fue Stephen el que corrió para dar vuelta al nuevo cadáver. La palabra homicidio había quedado flotando sobre la escena. El policía sacó de un empujón al hombre para revisarlo. Se paró, miró las ventanas cerradas del vagón, las puertas que él mismo había trabado, los techos y paredes sin signos de haber sido perpetrados de manera alguna. El tren estaba en marcha. El asesino solo podía ser uno de nosotros. Stephen comenzó a caminar nervioso de un lado para otro. Giselle había caído de rodillas y lloraba en silencio, tapándose la cara con las manos.
   —¿Quiénes son en realidad? ¡Van a hablar ya mismo!— vociferó el oficial —Usted primero—dijo, señalándome. 
   —No puedo decirle mucho más de lo evidente— respondí, confundido por la situación —El señor ya hizo las presentaciones y son ciertas— le extendí una de mis tarjetas. —Mis clientes acaban de contraer matrimonio y el señor Philip compró para su mujer una casa en las afueras de Londres. Hacia allá nos dirigíamos para ultimar detalles. No entiendo más que eso.— concluí.
   —Y usted, ¿qué tiene que ver en todo este asunto?— le preguntó a Baldwin, que no dejaba de caminar y refregarse las manos. Claramente la situación lo había puesto muy nervioso. 
    —Yo… Yo… Yo…— Baldwin balbuceaba mientras se acercaba con expresión desencajada —Yo solo… esto no…- No pudo terminar la frase porque cayó de repente, falto de vida, sobre el oficial.
   —¡Nooo! ¡Stephen!— gritó Giselle desde donde estaba, corriendo para tomar el cuerpo que se escurría entre los brazos de Thompson. Sin importarle nuestra presencia, comenzó a besar frenéticamente los labios de la nueva víctima hasta que, al parecer, el sufrimiento fue demasiado y se desmayó. El oficial no quiso correr más riesgos. Nos esposó a ambos en distintos lugares y así permanecimos hasta llegar a Londres. Varios policías entraron al vagón a buscarnos. Cuando ella reaccionó y vio semejante despliegue de uniformados, entendió que estaba perdida. Me miró con furia y, soltándose de los brazos de dos agentes que la llevaban, intentó golpearme. Nunca llegó a la estación de policía. En el camino cayó sin vida como los demás. 
   Dar mi testimonio fue un largo calvario. Encontraron que la señora Birdwhistle se había suicidado utilizando un dardo. Al parecer tenía otro en su bolso, y había dos más en los bolsillos del señor Baldwin. Reconocí los dardos de inmediato.
   —Tal vez intentó tirarme con eso cuando vino hacia mí— insinué, y presenté mi versión de los hechos: »Hace unos años fuimos con mi cliente a realizar tratados comerciales en Colombia. Allí llamó nuestra atención una costumbre de los pueblos originarios de la zona. Hay en sus selvas una extraña ranita de color amarillo-dorado a la que los indios Emberá estiran sobre el fuego para que exude una especie de veneno letal. Con ese veneno untan los dardos. Dicen que una rana tiene el poder suficiente para matar, en el acto, diez seres humanos. Mi cliente, un hombre de dinero, amante de lo raro, compró algunos. »No hace falta decir que el dinero puede mover las peores intenciones. El mismo agente Thompson vio cómo ella besaba al señor Baldwin. De seguro eran amantes y habían planeado matar a Phillip para heredar su fortuna. Pero cometieron el error de apresurarse y matar al doctor; luego al parecer ella se puso nerviosa y, temiendo que él la traicionara mientras nos interrogaban, cometió un nuevo crimen. A juzgar por cómo se dieron los hechos es obvio que, cuando uno lanzaba un dardo, el otro corría a sacarlo sin que nadie lo notara.»
   Mi perorata cerró el círculo de las dudas. El oficial del tren confirmó mis palabras, todo encajaba, había sido un crimen por ambición desmedida. Luego de tomar un café con Thompson y de acordar las cosas terribles que las parejas jóvenes hacen por el dinero, me dirigí a la casa que el señor Birdwhistle había comprado para su mujer y que ahora, al no tener herederos, quedaba bajo mi poder.    Lo primero que hice, luego de encender la chimenea del estudio, fue extraer de un dobladillo de mi sacón un extraño dardo, ya sin veneno, para guardarlo en la cajita de oro con forma de rana que el mismo Phillip me había regalado. Adentro quedaban solo dos y una nota irónica que rezaba: “Pero no mates a nadie, ¿eh?“. 

                                     Miriam Frontalini (C)

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