Tú escuchas el sonido
de la lluvia y piensas en tu piel mojada, tus pezones duros, la saciedad del
calor con que el verano embarazó tu piel. Piensas en los campos que sedientos,
alzan las hojas de las plantas para alabar a la naturaleza por oír sus ruegos.
Yo pienso en el rio, en los caminos que desborda el agua tratando de cubrir la
selva, el tamborilear de las gotas sobre las piedras, el baile de las pirañas y
yacarés, en el coro de las ranas advirtiendo a los guarayos que el Boto anda
merodeando a sus mujeres.
No existe la noche
silenciosa. En la selva, tanto el sol como la luna dan lugar a un sinfín de
sonidos. Los insectos juegan a ser los músicos de la orquesta mientras, los
animales agazapados van buscando refugio en las épocas de inundación. Los guarayos
saben que los dioses están fertilizando la tierra y bailan sin importar que sus se mojen. La alegría se contagia y desde los pies va subiendo el calor
que termina en éxtasis. Con cuidado, una mujer trata de escaparse del festejo
sobre su cuerpo y empieza a caminar entre los árboles. Cerca del agua, un
extraño hombre de traje blanco y sombrero, la mira. Hay en sus ojos algo que no
puede descifrar pero que la atrae; la lleva desbocadamente a sus brazos. La
selva toca su música y canta para ellos, un poco acompañando, otro poco previniendo.
Él le dice cosas lindas al oído y la acaricia sin pedir permiso. Ella,
ebria de placer, se desespera por sus besos.
En un momento, entre el
goce y la curiosidad, el sombrero cae al suelo. Ella ve en la frente el
agujero. Se desmaya en sus brazos de inmediato.
Cuando el sol lucha por
traspasar las gotitas, llenando de arcoíris la mañana, la encuentran desnuda y
embarrada. Dentro de nueve meses parirá un niño. Nunca más olvidará el sonido
de la selva, la noche que el Boto la escogió para amarla.
©Miriam
Frontalini
Ref: El boto o Inia hace referencia a las leyendas sobre el delfín rosado amazónico.
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