martes, 27 de noviembre de 2012

DESESPERAR

Él no tenía la culpa. Ella lo había engatuzado haciéndole oir, de sus propios labios de diosa griega, el tararear de esa melodia para que perdiera la razón. Lo sedujo con corcheas y semifusas que el viento iba transportando. Le enseñó a amalgamar cada sonido, cada silencio, para que también pudiera sentirse un dios.
Un día, eclipsada por sus ágiles manos descubrió que en realidad, no era de ella de quién se había enamorado. Se sintió usada. Despechada decidió quitarle su regalo. Lo había hecho ser quien era y de la misma forma podía abandonarlo, dejarlo en la nada, robarle lo que más amaba.
Para ser cruel, para que sufriera de igual manera el dolor que sentía, se tomó todo el tiempo necesario. Lentamente sin matarlo, le fue quitando la vida.
Él lo notó de inmediato. Carcomido por la ira, le gritaba en plena calle obras completas. Ese era el lenguaje que ambos comprendían.
-¡Es la guerra, Euterpe! La música es mia - vociferaba al viento mientras anotaba en el papel pentagramado miles de símbolos.
Rompia seguido en insoportables crisis nerviosas. El mal humor le brotaba por los poros y hasta parecía un desquiciado con los pelos alborotados. Se negaba a aceptar una derrota.
Cuando la lucha parecía perdida, como rapto de locura, a modo de último disparo, él creo su mejor sinfonía. Tomó aquellas notas con las que Euterpe lo había seducido y le agregó lo que a nadie se le hubiese ocurrido: Un coro de voces humanas.
En un teatro de Viena se desató la batalla. Al finalizar el acto ella creyó haber logrado su cometido volviendo completamente sordos sus oidos. Él, extasiado, bajó su batuta y quedó con el pecho encendido, sin saber como reaccionar. Uno de sus músicos se acercó y le jaló el puño de la chaqueta señalándole al público.
La gente de pie, con lágrimas en los ojos, no dejaba de aplaudirlo.
"Yo gané esta guerra", pensó entonces. "Podrás llevarte mis orejas querida Euterpe, pero ya no podrás arrebatarme nunca la música, no podrás quitarme mi vida."
En ese mismo teatro de viena, los aplausos tapaban el llanto de una musa y consagraban a Beethoven inmortal.

                                                    (c) Miriam Frontalini

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