Bajo la luz que la luna brindaba, logró subir el último
peldaño del templo destruido. El eclipse había comenzado. Se apoyó en una columna y desde ahí divisó los cuerpos
esqueléticos, inertes, bañados en sangre y en cenizas. El hombre había
destruido al hombre.
Se arrodilló para llorar deseando que algún dios se apiadara
de su alma, pero el viento se llevó su llanto pues no había nadie más que lo
escuchara. Sus lágrimas hicieron surco en sus empolvadas mejillas hasta
llegar a sus labios. Era la primera vez en días que bebía agua.
Suspiró como intentando dejarle al mundo, aunque más no sea,
su aliento y fue resbalando entre las ruinas hasta desplomarse por completo.
Cuando el eclipse terminó, extrañamente el mundo siguió
oscuro.
Antes de cerrar sus ojos para siempre, la vio. Una gota calló
del cielo.
©Miriam Frontalini.
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